9 dic 2007

El arte de la resistencia cultural


Gemma Galdon Clavell
Malababa/Diagonal, Julio 2006

En el imperio de los signos, no escuchar no es una opción. ¿Queda algún espacio de libertad? Sí, la libertad de leer los mensajes de forma diferente, de cambiar su significado. Queda el culture jamming.

Una calle peatonal. A la derecha, unos grandes almacenes. Luces de neón y un cuerpo de mujer cuya ropa anuncia el cambio de estación que se avecina. A la izquierda, tiendas más pequeñas: ropa, zapatos, accesorios. De vez en cuando, una cafetería, una heladería o un restaurante de comida rápida. Las farolas, las paredes y hasta las papeleras hablan. Las imágenes se suceden incesantemente. Una banda sonora histérica y cambiante acompaña al murmullo de la multitud. No muy lejos, una cámara inmortaliza el momento –por su seguridad. Yo sólo pasaba por aquí, pero por si acaso, y porque yo lo valgo, me compro un pintalabios.

Puedo estar en cualquier ciudad del mundo occidental, y me siento en casa. Comparto los códigos, conozco las reglas. Esta es mi cultura. La radio, la televisión, los periódicos y la calle repiten incesantemente los mismos mensajes. En el imperio de los signos, no escuchar no es una opción. ¿Queda algún espacio de libertad? Sí, la libertad de leer los mensajes de forma diferente, de cambiar su significado. Queda el culture jamming.

El sabotaje cultural

Acuñada inicialmente para describir la interferencia de frecuencias de radio, la expresión culture jamming, que puede traducirse como sabotaje cultural, describe actualmente cualquier utilización de la guerrilla de la comunicación en los medios de comunicación de masas con el fin de confundir y/o distorsionar el mensaje que transmiten. La idea central es que los medios de comunicación de masas y la publicidad se han apropiado de la cultura popular para reformularla y devolverla a la sociedad en forma de envoltorio de una idea principal: la respuesta es consumir.

Pero la inducción al consumo va más allá de ser la estrategia puntual de una empresa para conseguir más beneficios. La publicidad no es sólo un intermediario entre la oferta y la demanda. Como afirma el publicista Bernard Cathelat en su libro Publicité et société, “La publicidad no es sólo palabra comercial, sino también y siempre palabra política, palabra social, palabra moral y discurso ideológico. Es el lenguaje dominante de la Cultura, y sin duda el sistema de información más importante de la Historia.”

Poco a poco, el “ciudadano” ha ido dando paso al “consumidor”. El tiempo libre de la mitad de la humanidad gira entorno al consumo, y los medios comerciales y los espacios de ocio comercial ofrecen entornos cuidadosamente diseñados para excluir y aislar cualquier elemento que pueda interferir con el impulso consumista. Entre lo excluido y aislado están, evidentemente, los problemas reales, el conflicto y la “política” en su sentido más amplio.

A medida que el espacio y la vida privada asumen un papel más importante en las sociedades globalizadas, los espacios colectivos y los discursos políticos y alternativos van quedando relegados a la marginalidad. No molan. No son “lo que se lleva”. Aún peor: la ideología desideologizante de la publicidad y el consumo no sólo crea una masificación de deseos construidos que no tiene parangón en la historia de la humanidad, sino que genera un escenario ficticio que se presenta como reflejo de lo verdadero, y, al jugar constantemente a la confusión entre lo percibido y lo real, acaba alejando el nervio óptico del objeto. La publicidad nos cambia la mirada, la forma de ver y relacionarnos con el mundo –y, con esto, hace desaparecer la posibilidad de creación y experimentación de un mundo sensible común, base misma de la colectividad y la experiencia política.

El acto consciente de ver ha dado paso a la absorción automática de las miles de imágenes y millones de mensajes que recibimos diariamente. Esta saturación del entorno (televisión, radio, autobuses, estaciones de metro, papeleras, buzones, fachadas, ropa...), que despolitiza la experiencia cotidiana es precisamente el objetivo del sabotaje cultural. Se trata de introducirse en el intruso, de intervenir en el universo semiótico construido con significados subversivos.

En este sentido, el sabotaje cultural no es nada nuevo. En la larga lista de pioneros de la subversión comunicativa y la interferencias podemos incluir el samizdat (la publicación clandestina de literatura en la Rusia post-estalinista); los fotomontajes antifascistas de John Heartfield; el détournement de los situacionistas para denunciar la “sociedad del espectáculo”; el periodismo clandestino de los años 60; el clásico álbum de The Who, The Who Sell Out, en el que aparecían falsos anuncios en la portada y entre las canciones; pseudo-religiones satíricas como la Iglesia de los Subgenios (y su versión más actual, el Reverendo Billy); en la creación de un icono vacío como André the Giant; las performances con automóviles y televisores como artefactos culturales del colectivo Ant Farm; el descontento de los oficinistas proletarizados de los 80, origen de iniciativas como la revista Processed World; y los primeros ejemplos de bricolaje subcultural, consistente en la apropiación y utilización de símbolos asociados con la cultura dominante.

El subvertising

El sabotaje cultural incluye multitud de expresiones y formatos disidentes y subculturales. En su definición más amplia, cualquier acto que distorsione la onda expansiva de la cultura mainstream es culture jamming: desde una performance callejera a la interrupción de una retransmisión televisiva, pasando por la creación de productos culturales alternativos y el hacking académico desde fuera de los muros de las universidades.

No obstante, la forma de sabotaje cultural más extendida es seguramente el subvertising.

Resultado de la fusión de las palabras subversion (subversión) y advertising (publicidad), el subvertising –que podríamos traducir como “contrapublicidad”- se define en www.subvertise.org como “la pintada en la pared, la pegatina en la farola, la frase modificada de una valla publicitaria, la camiseta-parodia ... La clave está en la redefinición y reconquista de nuestro entorno arrancándolo de las manos de las grandes empresas.”

Según Adbusters, una buena contrapublicidad debe “imitar la imagen y el significado del anuncio-objetivo, generando la clásica ‘reacción tardía’ a la que el espectador se da cuenta de que ha sido engañado. Los contraanuncios crean disonancia cognitiva. Atraviesan el bombo y la ostentación de nuestra realidad mediada y, por un momento, revelan una verdad más profunda.”

Muchos actos de subvertising no pretenden más que conseguir provocar un parpadeo momentáneo que, quizás, pueda llevar al cuestionamiento de la sociedad de consumo. A través de la manipulación de logos, eslóganes comerciales y imágenes de marca, se pretende desafiar la idea generalizada de qué es lo “cool”, lo que mola, lo que se lleva –y lo que todos deberíamos desear y considerar deseable-, así como la idea implícita de que el poder elegir entre un abanico limitado de productos más o menos necesarios es sinónimo de libertad.

La disidencia gráfica en la era digital

Gracias a la difusión masiva de las tecnologías de la información y las comunicaciones, la manipulación de las imágenes que conforman el escenario de la sociedad de consumo es cada vez más fácil tanto de llevar a cabo como de difundir. Las herramientas de las que disponemos actualmente están muy alejadas no sólo del cartelismo de la Revolución Rusa y la Guerra Civil española, sino también de la utilización de la disidencia gráfica en los años 60 y 70 por parte de movimientos como el de la lucha contra el sida y el movimiento ecologista.

Sin duda, las innovaciones digitales han provocado cambios en los métodos tradicionales de organización de la disidencia, en parte gracias a la aparición de soportes múltiples, adaptables a las necesidades concretas de cada causa y movilización: el formato web para la organización rápida de activistas a nivel internacional o ante la falta de recursos; la tinta y el papel en momentos difíciles, como durante un conflicto armado, o ante públicos aún excluidos de la era digital.

El espacio público

Aunque es difícil infravalorar la importancia del ciberespacio como espacio “público” y, por lo tanto, el impacto de la disidencia gráfica que se limita a alterar o crear imágenes, a menudo el sabotaje cultural sitúa su discurso alternativo en uno de los ámbitos menos disputados de las sociedades contemporáneas: los espacios comunitarios.

La multiplicación de soportes publicitarios ocurrida en los últimos años ha provocado la invasión de calles, plazas y espacios exteriores por mensajes orientados al consumo. Sin ningún tipo de debate ni cuestionamiento, el mobiliario urbano, los transportes públicos y los edificios se han convertido en soportes publicitarios. Lo que antes eran espacios de encuentro e interacción, de intercambio, de visibilización e integración de la diferencia –en definitiva, espacios políticos- son hoy meros soportes de imágenes y eslóganes que no se relacionan con el individuo como ciudadano o como persona, sino como consumidor, como objetivo comercial.

Así, el espacio público, antes de todos y todas, se convierte, a cambio del abono de la tarifa estipulada, en espacio privatizado. Igual que ocurre con los servicios sociales, las pensiones y la atención sanitaria, los límites de lo “privatizable” se ensanchan aún más para incluir este último reducto de “sociedad”, este vestigio de “colectividad”. Después de que el televisor consiguiera meter un repetidor de ideología mainstream en cada comedor, la eliminación de esta última frontera completa el mapa de implantación de la sociedad de consumo.
Y, sin embargo, las paredes no callan. A través de la utilización masiva de plantillas (stencils), de la manipulación del mobiliario urbano, de las pegatinas, de los graffitis, del bigote pintado, de las burbujas, de la liberación de vallas publicitarias, de la alteración del paisaje, del détournement, etc., la disidencia desdibuja la idílica imagen del consenso social.

El sabotaje cultural como crítica social.

Es en la crítica social donde la creatividad disidente encuentra su mejor fuente de inspiración y espacio de actuación. En este sentido es revelador que uno de los acontecimientos que más paredes ha hecho hablar y más incursiones inesperadas en el discurso de la normalidad ha provocado haya sido un acontecimiento manifiestamente político: la guerra de Irak.

De la misma forma, el actual apogeo de las resistencias culturales es inseparable de la creciente actividad de los nuevos movimientos sociales desde los eventos de Seattle y la eclosión del mal llamado “movimiento antiglobalización”. La mayor acción del movimiento antipub francés, por ejemplo, que consiguió manipular, alterar, romper y subvertir y grafitear un París tomado por la publicidad, se produjo en noviembre del 2003, coincidiendo con la celebración en la ciudad del Foro Social Europeo.

Pero aunque muchos actos contrapublicitarios son abierta y claramente actos políticos, es evidente que no todo acto de sabotaje cultural es expresamente político ni refleja una apuesta por un modelo social alternativo. No obstante, toda intervención en el discurso mainstream abre una puerta a la imaginación de otros mundos posibles. Como veréis en este primer número de Malababa, los cielos claros en el muro de Palestina de Bansky, la abundancia socializada de Yomango, los modelos comerciales liberados del silencio por las burbujas de The Bubble Project, la intervención directa en el mainstream de los Yes Men, etcétera, nos recuperan la mirada, la sonrisa y la esperanza. Son el guiño de complicidad que nos saca del supermercado de la vida y abre una puerta verde a la cárcel de la impotencia.

El meme

La unidad básica de la comunicación en el sabotaje cultural es el meme: la unidad central de la transmisión cultural. Los memes son imágenes condensadas que estimulan asociaciones visuales, verbales, musicales o conductuales que son fácilmente imitables y transmisibles. El sabotaje cultural, por ejemplo, utiliza memes comerciales que nos son familiares como el logo de Nike, el “happy meal” de McDonald’s o los osos polares de Coca-Cola para incitar a personas de ideas políticas diferentes a reflexionar sobre las implicaciones de sus hábitos cotidianos (la ropa que llevan, la comida que comen). Según Kalle Lasn, fundador de Adbusters, el mejor sabotaje cultural es el que introduce el meta-meme, un mensaje a dos niveles que se dirige a una imagen comercial específica, pero de una forma que pone en cuestión y desafía la cultura política de la dominación empresarial en general.

John Heartfield

John Heartfield utilizó su arte como forma de protesta satírica contra el antisemitismo y el apoyo de los grandes empresarios al nazismo y el Tercer Reich, así como una forma de reflejar la verdadera realidad de una Alemania de hambruna y desolación.

El détournement

El détournement es un término acuñado por Guy Debord y los situacionistas en los años 50 que describe la técnica artística y a menudo política a través de la cual se “recrean” o “resitúan” obras de arte de la cultura de masas para cambiarles el significado. “En última instancia, cualquier símbolo es susceptible de ser convertido en otra cosa, hasta en su contrario. Cualquier elemento, venga de donde venga, puede ser utilizado para crear nuevas combinaciones. Los descubrimientos de la poesía moderna en relación con la estructura analógica de las imágenes demuestra que cuando se juntan dos objetos, independientemente de lo alejados que estuvieran sus contextos originales, siempre se genera una relación.” En este sentido, el détournement es como una parodia que reutiliza o imita aquello que pretende satirizar, en lugar de construir nuevos símbolos que se limiten a hacer referencia al original.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

El impresionante espectáculo de las noches del Pozo de Donato de los años cincuenta producían al observador un estremecimiento espiritual saturado de magia, de poesía, de estrellas que se reflejaban en las tranquilas aguas, de una luna de plata que parecía flotar entre las sombras que proyectaban los eucaliptos sobre la superficie virginal. Las sobrecogedoras vibraciones de los ecos de miríadas de ranas, los graznidos de las garzas que se hartaban de renacuajos y pescaditos hundiendo sus largas zancas en medio de los juncos embargaba el espíritu con la conciencia de una naturaleza todavía respetada, viva y retozante.
En aquella época de mi lejana niñez se podía ver un pantano de kilómetros de extensión, en el cual, como corazón profundo, limpio, palpitante de vida y de verdor, se encontraba el pozo. Las ciudad terminaba entonces casi un kilómetro más al sur, y nada, ni siquiera el ocasional paso de un vehículo por la solitaria carretera a Paipa perturbaba este solaz, esa paz vibrante que palpitaba con vida, con leyenda y con historia, esa comunión de magia con sonidos de la naturaleza.
Conocí la leyenda de las columnas de oro que sostienen la ciudad; supe de la cimentación que mágicamente une a la catedral con las misteriosas profundidades del pozo. Me senté muchas veces en sus orillas para contemplar las ranas, los renacuajos, las garzas y los pececillos y tratando de imaginar la larguísima fila de gente pasando de mano en mano el tesoro de Hunzahúa para salvarlo de la lujuriosa barbarie que por el oro traían los conquistadores, siguiendo el camino que venía de la ciudad por donde es hoy La María y La Colina, porque los pantanos no permitían el paso por donde hoy va la avenida.
”El pozo al que no se le ha hallado fondo”, se decía en mi niñez. Por eso me detuve una vez a observar con sorpresa y hasta con frustración un eucalipto partido por el viento que sobresalía de las aguas, clavado en el fango del fondo a no más de doce metros de la superficie.
Un día de 1974, un grupo de profesores de la UPTC que conformábamos la tertulia literaria ”El carnero” bajo la dirección de Enrique Medina Flórez, nos decidimos a trasladar al pozo los falos líticos que se encontraron alrededor de las ruinas del cercano templo de Garanchacha.. Después de muchos esfuerzos burocráticos y logísticos logramos hacerlo y nos sentimos orgullosos de nuestro éxito, porque ya los taladros de los ingenieros que construían el barrio La Colina habían comenzado a colocar las cargas explosivas; la alternativa era moverlos de allí o verlos volar en pedazos con dinamita. No se nos ocurrió entonces en la prisa que rodeaba el momento entrar en la consideración de que el pozo y sus alrededores, es, desde todo punto de vista, un entorno femenino: el agua, las ranas, lo lunar, el pozo mismo, es una vagina cósmica. Los falos líticos no estaban destinados a ese lugar entonces imposible de acceder con monolitos tan pesados (17 tonaladas tiene el mayor de ellos), sino que se clavaban en impresionantes ceremonias para fecundar la tierra, pero claro, no en ese santuario de paz natural, sino a la orilla del pantano, en el templo de garanchacha que era el tálamo nupcial donde se llevaba a cabo el coito cósmico que filosóficamente creaba la vida y a cuyo alrededor danzaba la leyenda de la madre Bachué cuya fecundación fue más allá de lo natural, de manera que en múltiples alumbramientos de cientos de bebés terminó con el curso de los años por parir la humanidad entera.

Anónimo dijo...

El impresionante espectáculo de las noches del Pozo de Donato de los años cincuenta producían al observador un estremecimiento espiritual saturado de magia, de poesía, de estrellas que se reflejaban en las tranquilas aguas, de una luna de plata que parecía flotar entre las sombras que proyectaban los eucaliptos sobre la superficie virginal. Las sobrecogedoras vibraciones de los ecos de miríadas de ranas, los graznidos de las garzas que se hartaban de renacuajos y pescaditos hundiendo sus largas zancas en medio de los juncos embargaba el espíritu con la conciencia de una naturaleza todavía respetada, viva y retozante.
En aquella época de mi lejana niñez se podía ver un pantano de kilómetros de extensión, en el cual, como corazón profundo, limpio, palpitante de vida y de verdor, se encontraba el pozo. Las ciudad terminaba entonces casi un kilómetro más al sur, y nada, ni siquiera el ocasional paso de un vehículo por la solitaria carretera a Paipa perturbaba este solaz, esa paz vibrante que palpitaba con vida, con leyenda y con historia, esa comunión de magia con sonidos de la naturaleza.
Conocí la leyenda de las columnas de oro que sostienen la ciudad; supe de la cimentación que mágicamente une a la catedral con las misteriosas profundidades del pozo. Me senté muchas veces en sus orillas para contemplar las ranas, los renacuajos, las garzas y los pececillos y tratando de imaginar la larguísima fila de gente pasando de mano en mano el tesoro de Hunzahúa para salvarlo de la lujuriosa barbarie que por el oro traían los conquistadores, siguiendo el camino que venía de la ciudad por donde es hoy La María y La Colina, porque los pantanos no permitían el paso por donde hoy va la avenida.
”El pozo al que no se le ha hallado fondo”, se decía en mi niñez. Por eso me detuve una vez a observar con sorpresa y hasta con frustración un eucalipto partido por el viento que sobresalía de las aguas, clavado en el fango del fondo a no más de doce metros de la superficie.
Un día de 1974, un grupo de profesores de la UPTC que conformábamos la tertulia literaria ”El carnero” bajo la dirección de Enrique Medina Flórez, nos decidimos a trasladar al pozo los falos líticos que se encontraron alrededor de las ruinas del cercano templo de Garanchacha.. Después de muchos esfuerzos burocráticos y logísticos logramos hacerlo y nos sentimos orgullosos de nuestro éxito, porque ya los taladros de los ingenieros que construían el barrio La Colina habían comenzado a colocar las cargas explosivas; la alternativa era moverlos de allí o verlos volar en pedazos con dinamita. No se nos ocurrió entonces en la prisa que rodeaba el momento entrar en la consideración de que el pozo y sus alrededores, es, desde todo punto de vista, un entorno femenino: el agua, las ranas, lo lunar, el pozo mismo, es una vagina cósmica. Los falos líticos no estaban destinados a ese lugar entonces imposible de acceder con monolitos tan pesados (17 tonaladas tiene el mayor de ellos), sino que se clavaban en impresionantes ceremonias para fecundar la tierra, pero claro, no en ese santuario de paz natural, sino a la orilla del pantano, en el templo de garanchacha que era el tálamo nupcial donde se llevaba a cabo el coito cósmico que filosóficamente creaba la vida y a cuyo alrededor danzaba la leyenda de la madre Bachué cuya fecundación fue más allá de lo natural, de manera que en múltiples alumbramientos de cientos de bebés terminó con el curso de los años por parir la humanidad entera.

Anónimo dijo...

El impresionante espectáculo de las noches del Pozo de Donato de los años cincuenta producían al observador un estremecimiento espiritual saturado de magia, de poesía, de estrellas que se reflejaban en las tranquilas aguas, de una luna de plata que parecía flotar entre las sombras que proyectaban los eucaliptos sobre la superficie virginal. Las sobrecogedoras vibraciones de los ecos de miríadas de ranas, los graznidos de las garzas que se hartaban de renacuajos y pescaditos hundiendo sus largas zancas en medio de los juncos embargaba el espíritu con la conciencia de una naturaleza todavía respetada, viva y retozante.
En aquella época de mi lejana niñez se podía ver un pantano de kilómetros de extensión, en el cual, como corazón profundo, limpio, palpitante de vida y de verdor, se encontraba el pozo. Las ciudad terminaba entonces casi un kilómetro más al sur, y nada, ni siquiera el ocasional paso de un vehículo por la solitaria carretera a Paipa perturbaba este solaz, esa paz vibrante que palpitaba con vida, con leyenda y con historia, esa comunión de magia con sonidos de la naturaleza.
Conocí la leyenda de las columnas de oro que sostienen la ciudad; supe de la cimentación que mágicamente une a la catedral con las misteriosas profundidades del pozo. Me senté muchas veces en sus orillas para contemplar las ranas, los renacuajos, las garzas y los pececillos y tratando de imaginar la larguísima fila de gente pasando de mano en mano el tesoro de Hunzahúa para salvarlo de la lujuriosa barbarie que por el oro traían los conquistadores, siguiendo el camino que venía de la ciudad por donde es hoy La María y La Colina, porque los pantanos no permitían el paso por donde hoy va la avenida.
”El pozo al que no se le ha hallado fondo”, se decía en mi niñez. Por eso me detuve una vez a observar con sorpresa y hasta con frustración un eucalipto partido por el viento que sobresalía de las aguas, clavado en el fango del fondo a no más de doce metros de la superficie.
Un día de 1974, un grupo de profesores de la UPTC que conformábamos la tertulia literaria ”El carnero” bajo la dirección de Enrique Medina Flórez, nos decidimos a trasladar al pozo los falos líticos que se encontraron alrededor de las ruinas del cercano templo de Garanchacha.. Después de muchos esfuerzos burocráticos y logísticos logramos hacerlo y nos sentimos orgullosos de nuestro éxito, porque ya los taladros de los ingenieros que construían el barrio La Colina habían comenzado a colocar las cargas explosivas; la alternativa era moverlos de allí o verlos volar en pedazos con dinamita. No se nos ocurrió entonces en la prisa que rodeaba el momento entrar en la consideración de que el pozo y sus alrededores, es, desde todo punto de vista, un entorno femenino: el agua, las ranas, lo lunar, el pozo mismo, es una vagina cósmica. Los falos líticos no estaban destinados a ese lugar entonces imposible de acceder con monolitos tan pesados (17 tonaladas tiene el mayor de ellos), sino que se clavaban en impresionantes ceremonias para fecundar la tierra, pero claro, no en ese santuario de paz natural, sino a la orilla del pantano, en el templo de garanchacha que era el tálamo nupcial donde se llevaba a cabo el coito cósmico que filosóficamente creaba la vida y a cuyo alrededor danzaba la leyenda de la madre Bachué cuya fecundación fue más allá de lo natural, de manera que en múltiples alumbramientos de cientos de bebés terminó con el curso de los años por parir la humanidad entera.